Los hombres desnudos me rodeaban. Todos eran esbeltos, hermosos, y algunos reflejaban una agonía extrema. O un goce inimaginable.
Podía observar claramente las expresiones de sufrimiento, los músculos de los brazos, el abdomen, el vello púbico, los penes erectos, el deseo de los cuerpos que se entregaban a otros.
Avancé por el salón de paredes blancas tratando de descifrar las sombras, los trazos, las angustias del pintor que estaba detrás de esas obras. El erotismo se tejía con la violencia, el placer se conjugaba con el dolor. Había algo casi místico en el cuadro donde un hombre sostenía a otro por detrás, mientras eran sobrevolados por ángeles sin rostro.
Las sensaciones que me generaban sus pinturas eran de angustia por una verdad difícil de aceptar. Me sentí abrumado por el hombre que gritaba en el lienzo, pero cuando estuve frente a Noche oscura de San Juan de la Cruz experimenté algo distinto. Costaba mucho identificarlos, pero parecían dos hombres de cabellos negros, que estaban dormidos, a lo mejor exhaustos después de hacer el amor. A diferencia de las demás pinturas, esta obra emanaba tranquilidad. Casi podía sentir la felicidad de estos seres que lograban amarse a pesar de todas las dificultades que pudieran existir.
Por: César Mora Moreau.
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